de Charles
Baudelaire
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado
de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero
decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos,
buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado-
todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los
que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a
persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa
que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o
de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el
fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las
fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho.
Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de
las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de
refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el
sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el
espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar
las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído,
una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio
bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio
bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como
Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil
Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el
mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o
impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no
tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es
Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro
quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo
puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una
pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con
fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en
el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa
del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle
vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había
inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel
arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de
todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante
enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me
apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía
obstinada de los cocineros que quieren ablandar un bistec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que
comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se
volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina
tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el
decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro
dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica
medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería
obediente a mis consejos.
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